Y yo lo hubiera seguido hasta el fin, hasta donde él fuera; hubiera hecho lo que hice, hubiera matado o muerto por él… si no me hubiera soltado. Pero lo hizo, el recuerdo de la punta de un dátil suyo tocando el mío es lo único que me dejó, me arrebató de tajo la diáfana luz que de sus ojos manaba, se llevo con él todas las esperanzas con las que llegué, todas las que me quedaban.
Después de mucho caminar y poco avanzar, paró; cesó en su búsqueda. Tal vez no lo hubiese hecho de haber tenido pistas reales de su amado, pero no fue así. El olor a menta fresca, los constantes sueños y apariciones o el vivo recuerdo de aquellos ojos no resultó real.
Paró y se preguntó a dónde se dirigía, pero no supo contestar y simplemente, cambiando un poco el rumbo, siguió casi sola. Bastante transcurrió antes de darse cuenta que no había tomado el camino correcto, y no en este nuevo lugar, en el que todos eran uno sólo, sino en haber buscado llegar a él.
Primero la invadieron la tristeza y melancolía, luego el rencor hacia aquel insidioso amor y luego, después de largo tiempo, que no se medía en horas, años, ni siglos como aquí, vino la resignación, mas no la paz.
Caminó largos trechos, vio una y otra vez gente de esa que como ella, decidió cruzar el linde de un mundo para llegar a otro, y no hallando lo que venían buscando, se dedicaban a vagar, gran parte de ellos desde épocas muy remotas. Sin duda, a la chica le atemorizaba en demasía no poder descansar jamás… incluso llegó a perder la esperanza de hacerlo algún día.
Y el tiempo que no transcurría, y las distancias que no se recorrían, los sonidos que ya no se escuchaban y los olores a menta fresca que ya tampoco se percibían, la hacían sentirse cada vez más vacía y cuestionarse a cada paso dónde estaba aquel amor al cual había llegado buscando; estaba resignada, que no sanada. Aquello era como caminar en círculos: cambiaba continuamente de posición y perspectiva, pero jamás avanzaba.
Cierto día, caminando sin abandonar el metafórico eje circular, sintió cómo alguien quebrantó el sosiego y la aparente calma en que hallábase desde hacía ya largo tiempo, lo que la azoró de sobremanera. Quiso reclamar al joven que la había sacado de aquel hondo trance, pero éste se encontraba en uno muy similar, por no decir más profundo. Ella desconocía las razones y aunque ciertamente no eran las mismas, los efectos distaban de ser diferentes.
También quiso alejarse simplemente y dejarlo que siguiera ensimismado, pero algo no se lo permitió: le estaba agradecida en primer lugar por haberla sacado del infinito eje y el estado cetrino en que estaba postrada, y en segundo porque le hizo darse cuenta que aún conservaba un poco de aquella humanidad que creía perdida desde hace algún tiempo. Entonces creyó que era menester hacer lo mismo por él, al menos sacarlo del trance, ya que no estaba segura si él también conservaba un trozo de humanidad.
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